Silencio

viernes, 7 de septiembre de 2007

Miro al techo de la habitación. Estoy tirada en la cama, tengo frío y hace tiempo que no hay luz, pero no me voy a levantar. No me quiero levantar. Luz Casal ya ha dejado de cantar, sólo tendría que alargar un poco el brazo y su voz me envolvería de nuevo, pero en lugar de eso, me distraigo oyendo el ruido de los taladros de los vecinos de arriba. Ni siquiera me molesta, aunque me duele la cabeza.
Quizás hayan pasado treinta minutos, o dos horas, no me importa. Ya no oigo los taladros. Sólo mi corazón, que me retumba en la cabeza y los oídos. Un latido, otro latido. Cada vez son más lentos y suaves...
Me llevo la mano a mi ojo derecho. Aún me duele nada más rozarlo y sigue hinchado. Cierro los dos, para qué tenerlos abiertos, nada de lo que veo me interesa. Decenas de imágenes se amontonan en mi mente: miradas, voces, personas, calles...

- Entonces, si no tengo anemia, ¿por qué los mareos, la angustia?
- Está usted embarazada

Abro los ojos. Miro a mi alrededor. No sé qué fantasmas prefiero. Dudo un momento y vuelvo a dejar caer los párpados.

- Cariño, Rafa, tengo algo que decirte...
- ¿Qué quieres? Estoy viendo la tele.
- Vamos a tener un hijo.

Las voces cesan una vez más. No sé cuándo he abierto los ojos pero estoy mirando la fotografía de Rafa y yo recién casados. Una muchacha de ojos alegres me devuelve una sonrisa tímida. Sólo era una chiquilla... De pasada miro al suelo. La moqueta llena de manchas de sangre me hace desviar la vista. Debería haberlo limpiado ayer.
El reloj dice que son las once y cuarto. Ya parece que lo estoy escuchando meter la llave en la cerradura, abrir la puerta y oír su voz preguntando qué le he hecho para cenar. Miro hacia la puerta del cuarto y Rafa se desvanece entre mis lágrimas.
Pongo las manos en mi vientre. Me levanto tan rápido de la cama que me mareo. Lo he notado... Me ha pegado una patada. Parece que ha salido a su padre.
Me doy cuenta de que tengo la maleta justo delante. En dos minutos estoy abriendo la puerta, con poca ropa, poco dinero, nada que perder y mucha vida. La mía y la suya supongo.
El frío nos recorre a los tres en el portal. A mi vecino Juan, que estaba recogiendo su correo, también se le hiela la sangre.
- ¿A dónde crees que vas desgraciada? Sube ahora mismo y ay de ti como no me hayas hecho nada de cenar.

Doy un paso al frente, mirando al suelo, a sus zapatos sucios, que parecen reírse de mí.
- ¿Qué haces ahí parada, callada como una perra? ¡Sube! ¿No me estás oyendo?

El corazón me late tan fuerte que parece ocuparme todo el cuerpo. Y entonces, lo noto. Una patada... Y no es de Rafa. Le doy un empujón y salgo a la calle.
Intenta alcanzarme, pero por una vez le retuercen el brazo a él. Con la mirada le doy las gracias a Juan.

- ¡Ven aquí! ¿Estás sorda? ¿No me oyes?

Echo a correr y me subo justo a tiempo al primer autobús que pasa. Veo alejarse sus puños, su mirada, su voz se desvanece... Yo sí te estaba oyendo, pero ¿acaso has escuchado tú alguna vez mi silencio?

sábado, 25 de agosto de 2007


Acababa de sentarme a la mesa y miraba cómo mi marido se bebía lentamente el té que yo le había preparado. Agarraba con fuerza en la palma de mi mano el pequeño frasco y esperaba impaciente a que vaciara su taza. Cuando se la terminó por fin, me miró y me preguntó si es que habíamos cambiado de marca de té. Empezó a cerrar y abrir los ojos. Me dijo que se empezaba a encontrar mal. Mientras se derrumbaba en el suelo le enseñé el frasco de arsénico. Nunca tuvo buen paladar.

De círculos, cuerdas y barreras (invisibles)

domingo, 19 de agosto de 2007

No quería bajar de allí, todo parecía cobrar una realidad y una sencillez asombrosas. La tinta de mi bolígrafo se agotó justo en el momento en que aquella preciosa frase, “la frase” del final de mi relato, acababa de surgir de mi mente. Quería desesperadamente plasmarla en el papel antes de que su magia desapareciese pero mi tinta no era ni mucho menos mágica y no entendió aquel razonamiento. Miré a los lados en busca de alguna persona con aspecto de querer salvarme de mi angustia de creadora, llenándome la rabia al descubrir que a mi alrededor no había más que cámaras fotográficas y de vídeo.
A punto de echarme a llorar vi al fondo la silueta acurrucada de una chica dibujada tras el sol del atardecer. Conforme me iba acercando me di cuenta de que ella a su vez estaba dibujando en el bloc que sostenía en sus muslos. Algo extraordinario rodeaba aquella escena, aunque ni tan siquiera la más mágica de las tintas hubiera sido capaz de traspasarlo al papel. Al fin llegué a ella y quizás me había visto venir o quizás simplemente le tapaba la luz. Fue como cruzar una línea que invisible trazaba un círculo a su alrededor. Atravesé el círculo de fuego y la pintora lentamente subió su mirada, dejándome completamente helada. Seguro que por esto se dedicaba a la pintura, porque aquellos maravillosos ojos tenían la capacidad de ver el mundo de una manera que ningún otro ser humano sería capaz.
- Supongo que querrás que te preste un lápiz o un bolígrafo.
Había tantas palabras acumuladas en mis labios que no pude decirle que sí. Por suerte, mi cabeza fue capaz de asentir. Antes de que me diera cuenta había abandonado su fortaleza con un lápiz de grafito increíblemente afilado. Para cuando llegué a la barandilla donde había estado creando mi relato, hube escrito “la frase” y puesto el punto final a mi historia, los efectos del hechizo parecían haberse hecho conmigo.
Aquel realismo había desaparecido y ahora por el contrario nada tenía el más mínimo sentido, todo era absurdo, iluminado con haces de luz inmortalizando escenas que jamás se repetirían en lugar de estarlas viviendo. Me eché en la barandilla, me tapé la cara con las manos y, como los niños pequeños haciendo trampas, permití que mis dedos dejaran una rendija a mis ojos para observar el río. Miré los puentes que tantas veces había cruzado, las “bateau-mouches”, la cúpula dorada de “Los Inválidos”.
Empecé a contar todos los puentes, lo que fuera para que pasara el tiempo y que al dar la espalda a aquellas vistas no me encontrara con la silueta de la pintora. No quería destruir aquel maravilloso momento con una segunda parte. Seguramente al verla mejor descubriría que tenía las uñas sucias, o una verruga, o quizás que dibujaba francamente mal. Cerré los ojos y dejé que el viento me trajera por la espalda las imágenes que me negaba a comparar con la realidad.
Sin mirar atrás me dirigí a las escaleras. Mientras bajaba dejaba en cada escalón uno a uno mis deseos, habiendo desaparecido todo cuando me monté en el ascensor.

*************

Prácticamente no tenía que dibujar, el lápiz se movía solo formando en la lámina unas manos perfectas, de una belleza serena y una calidez irradiante, supongo que plasmada en los personajes de sus relatos. Me preguntaba qué imágenes estaría formando con sus palabras, y qué sería más real en el papel, sus palabras contra mis trazos.
De repente el miedo le llenó la mirada. Incluso me asusté, creyendo que algo grave le pasaba. Toda mi preocupación se esfumó mientras golpeaba su bolígrafo con un enfado pueril bastante cómico. Con fuego en los ojos fulminó a un grupo de japoneses y podría asegurar que maldijo la tumba del pobre Daguerre.
Cada vez me ponía más nerviosa, hacía un rato que había dejado de dibujar para concentrarme en atraer su alma hacia mí. Bajé la mirada y dejé caer mis párpados, tirando con todas mis fuerzas de la cuerda invisible con que había atado sus manos. Y la sentí. Aflojé la cuerda y miré hacia arriba, acorralando su imagen contra mi mirada. Un instante más tarde sus manos ya acariciaban mi lápiz, terminando de esculpir su creación.
Miré mi lámina y continué trazando sus dedos. Al terminar las busqué una vez más, esperando que en la comparación no me derrumbara. Había desaparecido. Recogí rápidamente todo y eché a correr hacia su barandilla. No estaba, no quedaba nada... ¿O puede que sí? Todo se difuminó: los flashes, la gente, el paisaje. Sólo veía su alma, sus deseos, que como un reguero de sangre goteando, me formaban el camino tras sus pisadas.
Las manos cubrían su cara, dejando caer las lágrimas sobre sus muslos, acurrucada en el escalón como una niña. Quizás me oyó, o quizás le tapé la luz, pero supo que estaba allí. Moviendo sus dedos dejó que su mirada atravesase la barrera que se acababa de construir. Sentí la cuerda tirar de mí y mis pies andar sobre los escombros de su muralla...

La foto

domingo, 5 de agosto de 2007

Resoplando me llevé las manos a la cabeza. Desde luego no había sido el mejor día de mi vida. Miré hacia la vitrina, y como la carne y el marisco en el mercado, allí estaba él expuesto. Para qué. Nunca lo entenderé. Las imágenes de la foto y la realidad se superpusieron y cerré los ojos. No quería la imagen tras el cristal dentro de mi mente. Unos cuantos pésames estúpidos me sacaron de mi mundo. Me levanté no sé bien por qué y me quedé delante la vitrina.
Sorprendido, vi que la foto estaba allí, encima de su pecho. Miré alrededor, ¿nadie más la veía? Aunque bueno… lo empañaban todo las lágrimas. Llamé a la puerta y le dije al que había dentro que me dejara pasar. Aunque no era lo correcto, después de mucho rogar me lo permitieron. El encargado me miró con resignación y pasé. Me quedé a su lado, respirando de su paz, y fui a coger la foto.
Cerré los ojos, me daba un miedo increíble (y ridículo) que al tocarlo me cogiera del brazo. Sentí el papel entre mis dedos y abrí los ojos. No podía moverme. Tenía las manos sobre el pecho y una foto encima. No sé si respiraba o no. ¿Veía? No lo sé… No sé si oía tampoco… Todo flotaba en el ambiente y simplemente lo sabía… Lo sabía todo. Sentí cómo a través del cristal me miraban. Uno tras otro. Entonces, él me miró y sonrío. Una sonrisa cruel sin duda.

El último paisaje

martes, 31 de julio de 2007

Alicia cogía la mano de su madre con fuerza. Sus mejillas estaban sonrosadas y el flequillo le caía sobre sus ojos azulados. Nadie en todo el mundo hubiera pensado que aquella niña no era feliz, que no dormía cada noche arropada entre sus sábanas, pero nadie en todo el mundo puede leer en los ojos de una persona. Alicia lo sabía, pero a pesar de todo caminaba sin mirar nunca al suelo, buscando los ojos de alguien. Siempre había quien bajaba su cabeza para dirigirle una sonrisa, pero no el tiempo suficiente para ver el miedo y el dolor teñidos de azul.
Como cada domingo, su madre la llevaba a la playa, quizás en un intento convertido en rutina de hacer de Alicia una niña normal. Subían por un camino pedregoso, que las llevaba a lo alto de un acantilado, para luego bajar hacia la costa. La niña deseaba que llegara ese día, no para bañarse en el mar o jugar en la arena, sino para tumbarse a observar desde la playa aquel acantilado. Aquellas rocas afiladas de su base, las olas que chocaban con fiereza, Alicia sólo soñaba con la libertad del olvido...
A cada paso que la acercaba a su casa crecía en ella el temor, y más aún la frustración de no poder pedir ayuda. Y soltarse de esa mano canalla que la encadenaba. Alicia sentía ese nudo en la garganta tan familiar, al verse frente al portal de su cárcel. Siempre que su madre giraba la llave y soltaba su mano para empujar el portón, Alicia notaba una sacudida por todo el cuerpo. Sintió una vez más que aquél era el momento perfecto para echar a correr y no volver más. Pero, como siempre, le faltó el valor del primer paso. Y de nuevo esa mano fría rodeó su brazo y la empujó hacia dentro. Alicia casi no podía retener las lágrimas y al oír el rotundo golpe de la puerta al cerrarse no pudo más que apretar los dientes.

-Venga Alicia, quítate esa ropa antes de que la manches.

Ya en pijama fue arrastrando los pies a la cocina. Allí las paredes grasientas y el suelo pegajoso hacían juego con el aspecto sudoroso de su madre.

-¿Qué hay de cenar, mamá?

-Un huevo frito y patatas.

Vaya novedad, pensó, y cabizbaja se dio media vuelta. Se había dado cuenta de su error nada más pisar la cocina. Aquel olor...

-¿A qué viene esa cara?

-No he puesto ninguna cara, de verdad.

Alicia palideció al instante y comenzó a temblar.

-¿Qué pasa? Tendrás queja de mí, desagradecida. Y no me mires así, que te crees mejor que yo. Que no sé cuándo se te van a bajar esos humos.

Sabía que ya no tenía escapatoria, pero aún así, intentó salir despacio de la cocina. Pero como de costumbre, aquello no bastó.

-Que te estoy hablando- le gritó su madre, a la vez que tiraba la botella de coñac al suelo- que no me dejes con la palabra en la boca, desgraciada.

Ya no sentía nada, sólo salía de su cuerpo y esperaba a que terminase todo. Y mientras, su cuerpo de goma era empujado y golpeado una y otra vez. Ni gritaba, ni lloraba, tan sólo esperaba. Porque sabía que lo único que siempre pasaba era el tiempo.
Aprovechando que su madre se había dado la vuelta porque se estaban quemando las patatas, Alicia fue corriendo a su habitación. Sentía el corazón a punto de salirse y las lágrimas le quemaban luchando por salir. No podía más, pensó, que venga ya para que esto termine. Su mirada se detuvo en el escritorio, donde tenía todos sus pinceles y pinturas. Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro. Aquellos eran sus únicos compañeros, su única forma de olvidar todo a su alrededor. Cuántos paisajes, cuántos mundos le pertenecían. Pintando podía imaginar que aquellos paisajes serían su nuevo hogar, lejos, y sobre todo, sin recuerdos.
Apoyada en la pared frente a la puerta esperaba oír su golpe al abrirse de repente, y ver los ojos desencajados de su madre. Pero antes de eso sabía que vendrían los pasos. Aquellos pasos que resonaban en el suelo al acercarse, que la hacían sufrir más que cualquier otra cosa.

Tendida en la cama Alicia rememoraba entre lágrimas todo aquello. Ya habían pasado más de cuarenta años y aún así todavía podía oír esos pasos y esos insultos que le habían arrancado toda su fuerza. Ya ni siquiera sentía rabia por el tiempo perdido, ya sólo sentía el asco de saber que nunca olvidaría.
Suspirando se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Abriéndola de par en par dejó entrar lo único en aquella casa que no se podía dominar. Respirando hondo, intentando sentir la libertad, se dio la vuelta y salió de la habitación.
Mientras caminaba por el pasillo ya podía sentir, traspasando la puerta del final, la mirada de su madre, reprochándole lo tarde que era. Desde tiempo atrás había tenido que dejar sus pinturas y sus pinceles, porque todo, incluido su tiempo, eran ya de su madre. Sólo guardaba, escondido detrás de su armario un gran lienzo en blanco, preparado para ser su último paisaje, su hogar definitivo.
Dejando la mano caer lánguida en el pomo, abrió la puerta. A tientas se acercó al ventanal para que entrara la luz, que descubrió una habitación ordenada y pulcra, llena de máquinas, sueros y sondas.
Hacía tiempo que Alicia se había olvidado de aquel impulso de cerrar la boca arrugada de su madre para siempre, y que así no pudiera recordarle cuánto había sacrificado por ella. Pero, como de costumbre, le fallaba el primer paso, así que decidió olvidarse de la voluntad, y más aún de la esperanza.
Arrastrada por la rutina llegó junto a la cama de su madre, preparada ya para, con las entrañas revueltas, lavar ese cuerpo y esas manos tan llenas de una suciedad que no quita el jabón.

-Despierte madre, es la hora de las pastillas.

Tras sacudirla un poco, al no abrir los ojos, cogió su mano arrugada y palideciendo, la soltó rápido al sentir en su piel el frío de la muerte. Ya nunca más volvería a ver los ojos claros que tanto tiempo había temido. Alicia no podía sentir nada, no sabía si creer lo que había pasado. Ni siquiera pudo sentir la alegría que años atrás la invadía nada más imaginar esta imagen, porque ya había llegado a comprender que su madre se había asegurado un lugar en su memoria, y así no dejarla nunca libre. Con la mirada perdida salió de allí, yendo como una sonámbula a su habitación, donde cogió sus pinceles y pinturas, junto con su lienzo.
Al cerrar el portón fue como si despertara. Mirando a su alrededor, no pudo evitar unas lágrimas amargas. Desde luego ni ella ni su tiempo pertenecían a aquello. Todo era demasiado absurdo para Alicia, quizás, pensó, demasiado real.
Por fin encontró un taxi, que lentamente la alejó de la casa que no pisaría nunca más. Cerró los ojos y esperó a oír el ruido de las olas que tantas veces había escuchado, pero esta vez era diferente. Ahora los oídos que las escuchaban eran suyos. Con los ojos enrojecidos bajó del taxi y fue por el camino pedregoso a lo más alto del acantilado que dominaba la playa.
Ya estaba atardeciendo cuando Alicia dio su última pincelada. Sosteniendo en alto su lienzo lo miró, comparándolo con el mar que tenía al frente. Sin duda, pensó, su mejor trabajo. Dejándolo a sus pies, Alicia se acercó al borde del acantilado, imaginándose cómo iba a ser todo, ahora que dejaría atrás todos los recuerdos, en su último paisaje.