El último paisaje

martes, 31 de julio de 2007

Alicia cogía la mano de su madre con fuerza. Sus mejillas estaban sonrosadas y el flequillo le caía sobre sus ojos azulados. Nadie en todo el mundo hubiera pensado que aquella niña no era feliz, que no dormía cada noche arropada entre sus sábanas, pero nadie en todo el mundo puede leer en los ojos de una persona. Alicia lo sabía, pero a pesar de todo caminaba sin mirar nunca al suelo, buscando los ojos de alguien. Siempre había quien bajaba su cabeza para dirigirle una sonrisa, pero no el tiempo suficiente para ver el miedo y el dolor teñidos de azul.
Como cada domingo, su madre la llevaba a la playa, quizás en un intento convertido en rutina de hacer de Alicia una niña normal. Subían por un camino pedregoso, que las llevaba a lo alto de un acantilado, para luego bajar hacia la costa. La niña deseaba que llegara ese día, no para bañarse en el mar o jugar en la arena, sino para tumbarse a observar desde la playa aquel acantilado. Aquellas rocas afiladas de su base, las olas que chocaban con fiereza, Alicia sólo soñaba con la libertad del olvido...
A cada paso que la acercaba a su casa crecía en ella el temor, y más aún la frustración de no poder pedir ayuda. Y soltarse de esa mano canalla que la encadenaba. Alicia sentía ese nudo en la garganta tan familiar, al verse frente al portal de su cárcel. Siempre que su madre giraba la llave y soltaba su mano para empujar el portón, Alicia notaba una sacudida por todo el cuerpo. Sintió una vez más que aquél era el momento perfecto para echar a correr y no volver más. Pero, como siempre, le faltó el valor del primer paso. Y de nuevo esa mano fría rodeó su brazo y la empujó hacia dentro. Alicia casi no podía retener las lágrimas y al oír el rotundo golpe de la puerta al cerrarse no pudo más que apretar los dientes.

-Venga Alicia, quítate esa ropa antes de que la manches.

Ya en pijama fue arrastrando los pies a la cocina. Allí las paredes grasientas y el suelo pegajoso hacían juego con el aspecto sudoroso de su madre.

-¿Qué hay de cenar, mamá?

-Un huevo frito y patatas.

Vaya novedad, pensó, y cabizbaja se dio media vuelta. Se había dado cuenta de su error nada más pisar la cocina. Aquel olor...

-¿A qué viene esa cara?

-No he puesto ninguna cara, de verdad.

Alicia palideció al instante y comenzó a temblar.

-¿Qué pasa? Tendrás queja de mí, desagradecida. Y no me mires así, que te crees mejor que yo. Que no sé cuándo se te van a bajar esos humos.

Sabía que ya no tenía escapatoria, pero aún así, intentó salir despacio de la cocina. Pero como de costumbre, aquello no bastó.

-Que te estoy hablando- le gritó su madre, a la vez que tiraba la botella de coñac al suelo- que no me dejes con la palabra en la boca, desgraciada.

Ya no sentía nada, sólo salía de su cuerpo y esperaba a que terminase todo. Y mientras, su cuerpo de goma era empujado y golpeado una y otra vez. Ni gritaba, ni lloraba, tan sólo esperaba. Porque sabía que lo único que siempre pasaba era el tiempo.
Aprovechando que su madre se había dado la vuelta porque se estaban quemando las patatas, Alicia fue corriendo a su habitación. Sentía el corazón a punto de salirse y las lágrimas le quemaban luchando por salir. No podía más, pensó, que venga ya para que esto termine. Su mirada se detuvo en el escritorio, donde tenía todos sus pinceles y pinturas. Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro. Aquellos eran sus únicos compañeros, su única forma de olvidar todo a su alrededor. Cuántos paisajes, cuántos mundos le pertenecían. Pintando podía imaginar que aquellos paisajes serían su nuevo hogar, lejos, y sobre todo, sin recuerdos.
Apoyada en la pared frente a la puerta esperaba oír su golpe al abrirse de repente, y ver los ojos desencajados de su madre. Pero antes de eso sabía que vendrían los pasos. Aquellos pasos que resonaban en el suelo al acercarse, que la hacían sufrir más que cualquier otra cosa.

Tendida en la cama Alicia rememoraba entre lágrimas todo aquello. Ya habían pasado más de cuarenta años y aún así todavía podía oír esos pasos y esos insultos que le habían arrancado toda su fuerza. Ya ni siquiera sentía rabia por el tiempo perdido, ya sólo sentía el asco de saber que nunca olvidaría.
Suspirando se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Abriéndola de par en par dejó entrar lo único en aquella casa que no se podía dominar. Respirando hondo, intentando sentir la libertad, se dio la vuelta y salió de la habitación.
Mientras caminaba por el pasillo ya podía sentir, traspasando la puerta del final, la mirada de su madre, reprochándole lo tarde que era. Desde tiempo atrás había tenido que dejar sus pinturas y sus pinceles, porque todo, incluido su tiempo, eran ya de su madre. Sólo guardaba, escondido detrás de su armario un gran lienzo en blanco, preparado para ser su último paisaje, su hogar definitivo.
Dejando la mano caer lánguida en el pomo, abrió la puerta. A tientas se acercó al ventanal para que entrara la luz, que descubrió una habitación ordenada y pulcra, llena de máquinas, sueros y sondas.
Hacía tiempo que Alicia se había olvidado de aquel impulso de cerrar la boca arrugada de su madre para siempre, y que así no pudiera recordarle cuánto había sacrificado por ella. Pero, como de costumbre, le fallaba el primer paso, así que decidió olvidarse de la voluntad, y más aún de la esperanza.
Arrastrada por la rutina llegó junto a la cama de su madre, preparada ya para, con las entrañas revueltas, lavar ese cuerpo y esas manos tan llenas de una suciedad que no quita el jabón.

-Despierte madre, es la hora de las pastillas.

Tras sacudirla un poco, al no abrir los ojos, cogió su mano arrugada y palideciendo, la soltó rápido al sentir en su piel el frío de la muerte. Ya nunca más volvería a ver los ojos claros que tanto tiempo había temido. Alicia no podía sentir nada, no sabía si creer lo que había pasado. Ni siquiera pudo sentir la alegría que años atrás la invadía nada más imaginar esta imagen, porque ya había llegado a comprender que su madre se había asegurado un lugar en su memoria, y así no dejarla nunca libre. Con la mirada perdida salió de allí, yendo como una sonámbula a su habitación, donde cogió sus pinceles y pinturas, junto con su lienzo.
Al cerrar el portón fue como si despertara. Mirando a su alrededor, no pudo evitar unas lágrimas amargas. Desde luego ni ella ni su tiempo pertenecían a aquello. Todo era demasiado absurdo para Alicia, quizás, pensó, demasiado real.
Por fin encontró un taxi, que lentamente la alejó de la casa que no pisaría nunca más. Cerró los ojos y esperó a oír el ruido de las olas que tantas veces había escuchado, pero esta vez era diferente. Ahora los oídos que las escuchaban eran suyos. Con los ojos enrojecidos bajó del taxi y fue por el camino pedregoso a lo más alto del acantilado que dominaba la playa.
Ya estaba atardeciendo cuando Alicia dio su última pincelada. Sosteniendo en alto su lienzo lo miró, comparándolo con el mar que tenía al frente. Sin duda, pensó, su mejor trabajo. Dejándolo a sus pies, Alicia se acercó al borde del acantilado, imaginándose cómo iba a ser todo, ahora que dejaría atrás todos los recuerdos, en su último paisaje.

2 comentarios:

trasgo dijo...

Hola Mj Palacios. Bueno, para empezar quiero decirte que me gustó mucho las pequeñas historias que has escrito, te confieso que más de una me terminó de envolver y por eso las he leido todas. Escribes muy bien, te felicito.
Sabes, la forma en que llegué a este blog fue totalmente casual, la búsqueda que hice 'salió mal' pero ahora me alegro de haberme equivocado -una vez más-
Bueno Mj, espero que puedas seguir colgando más historias, yo volveré a visitar tu blog.
¡Hasta luego!

Sara dijo...

Hola Mj, soy Sara, y estuve en taller literario Lapislazulí. También tengo un blog, aunque he publicado pocos relatos. Me gusta tu forma amena de escribir y de los sentimientos que plasmas en el papel. Tmbien me gustó el diseño de tu blog, ¿ como has hecho eso de poner dos fotos tuyas?, soy nueva en esto jeje, te seguiré leyendo. Un saludo.