De círculos, cuerdas y barreras (invisibles)

domingo, 19 de agosto de 2007

No quería bajar de allí, todo parecía cobrar una realidad y una sencillez asombrosas. La tinta de mi bolígrafo se agotó justo en el momento en que aquella preciosa frase, “la frase” del final de mi relato, acababa de surgir de mi mente. Quería desesperadamente plasmarla en el papel antes de que su magia desapareciese pero mi tinta no era ni mucho menos mágica y no entendió aquel razonamiento. Miré a los lados en busca de alguna persona con aspecto de querer salvarme de mi angustia de creadora, llenándome la rabia al descubrir que a mi alrededor no había más que cámaras fotográficas y de vídeo.
A punto de echarme a llorar vi al fondo la silueta acurrucada de una chica dibujada tras el sol del atardecer. Conforme me iba acercando me di cuenta de que ella a su vez estaba dibujando en el bloc que sostenía en sus muslos. Algo extraordinario rodeaba aquella escena, aunque ni tan siquiera la más mágica de las tintas hubiera sido capaz de traspasarlo al papel. Al fin llegué a ella y quizás me había visto venir o quizás simplemente le tapaba la luz. Fue como cruzar una línea que invisible trazaba un círculo a su alrededor. Atravesé el círculo de fuego y la pintora lentamente subió su mirada, dejándome completamente helada. Seguro que por esto se dedicaba a la pintura, porque aquellos maravillosos ojos tenían la capacidad de ver el mundo de una manera que ningún otro ser humano sería capaz.
- Supongo que querrás que te preste un lápiz o un bolígrafo.
Había tantas palabras acumuladas en mis labios que no pude decirle que sí. Por suerte, mi cabeza fue capaz de asentir. Antes de que me diera cuenta había abandonado su fortaleza con un lápiz de grafito increíblemente afilado. Para cuando llegué a la barandilla donde había estado creando mi relato, hube escrito “la frase” y puesto el punto final a mi historia, los efectos del hechizo parecían haberse hecho conmigo.
Aquel realismo había desaparecido y ahora por el contrario nada tenía el más mínimo sentido, todo era absurdo, iluminado con haces de luz inmortalizando escenas que jamás se repetirían en lugar de estarlas viviendo. Me eché en la barandilla, me tapé la cara con las manos y, como los niños pequeños haciendo trampas, permití que mis dedos dejaran una rendija a mis ojos para observar el río. Miré los puentes que tantas veces había cruzado, las “bateau-mouches”, la cúpula dorada de “Los Inválidos”.
Empecé a contar todos los puentes, lo que fuera para que pasara el tiempo y que al dar la espalda a aquellas vistas no me encontrara con la silueta de la pintora. No quería destruir aquel maravilloso momento con una segunda parte. Seguramente al verla mejor descubriría que tenía las uñas sucias, o una verruga, o quizás que dibujaba francamente mal. Cerré los ojos y dejé que el viento me trajera por la espalda las imágenes que me negaba a comparar con la realidad.
Sin mirar atrás me dirigí a las escaleras. Mientras bajaba dejaba en cada escalón uno a uno mis deseos, habiendo desaparecido todo cuando me monté en el ascensor.

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Prácticamente no tenía que dibujar, el lápiz se movía solo formando en la lámina unas manos perfectas, de una belleza serena y una calidez irradiante, supongo que plasmada en los personajes de sus relatos. Me preguntaba qué imágenes estaría formando con sus palabras, y qué sería más real en el papel, sus palabras contra mis trazos.
De repente el miedo le llenó la mirada. Incluso me asusté, creyendo que algo grave le pasaba. Toda mi preocupación se esfumó mientras golpeaba su bolígrafo con un enfado pueril bastante cómico. Con fuego en los ojos fulminó a un grupo de japoneses y podría asegurar que maldijo la tumba del pobre Daguerre.
Cada vez me ponía más nerviosa, hacía un rato que había dejado de dibujar para concentrarme en atraer su alma hacia mí. Bajé la mirada y dejé caer mis párpados, tirando con todas mis fuerzas de la cuerda invisible con que había atado sus manos. Y la sentí. Aflojé la cuerda y miré hacia arriba, acorralando su imagen contra mi mirada. Un instante más tarde sus manos ya acariciaban mi lápiz, terminando de esculpir su creación.
Miré mi lámina y continué trazando sus dedos. Al terminar las busqué una vez más, esperando que en la comparación no me derrumbara. Había desaparecido. Recogí rápidamente todo y eché a correr hacia su barandilla. No estaba, no quedaba nada... ¿O puede que sí? Todo se difuminó: los flashes, la gente, el paisaje. Sólo veía su alma, sus deseos, que como un reguero de sangre goteando, me formaban el camino tras sus pisadas.
Las manos cubrían su cara, dejando caer las lágrimas sobre sus muslos, acurrucada en el escalón como una niña. Quizás me oyó, o quizás le tapé la luz, pero supo que estaba allí. Moviendo sus dedos dejó que su mirada atravesase la barrera que se acababa de construir. Sentí la cuerda tirar de mí y mis pies andar sobre los escombros de su muralla...

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