sábado, 25 de agosto de 2007


Acababa de sentarme a la mesa y miraba cómo mi marido se bebía lentamente el té que yo le había preparado. Agarraba con fuerza en la palma de mi mano el pequeño frasco y esperaba impaciente a que vaciara su taza. Cuando se la terminó por fin, me miró y me preguntó si es que habíamos cambiado de marca de té. Empezó a cerrar y abrir los ojos. Me dijo que se empezaba a encontrar mal. Mientras se derrumbaba en el suelo le enseñé el frasco de arsénico. Nunca tuvo buen paladar.

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